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Experiencia de violencia en la familia

Esto dice el Señor, tu Redentor, el Santo de Israel:
«Yo soy el Señor tu Dios, que te enseña lo que te conviene y te guía por las sendas que debes seguir.»
Isaías 48, 17

Descripción de la situación

La sensación que mejor recuerdo es la desesperación.
La desesperación de ver a mi hermana tirada en el piso y la desesperación de la impotencia. Hubiera preferido echar a correr, pues en cualquier segundo me hubiera podido alcanzar la ira de ese hombre a mí, una niña de 11 años. Mi camino a la seguridad estaba muy lejos de ese hombre. Así que me alejé en la oscuridad de la noche y afuera en la calle lloré amargamente.

Todo comenzó con la exigencia de mi hermana a su esposo de ir a casa. Él empezó de repente, y sin una razón entendible, a gritarla. Al quedarse ella de pie y repetir su petición él empezó a golpearla. Primero le dio una cachetada, la cabeza de mi hermana se apresuró hacia un lado, después el le dio otra cachetada por la parte de atrás de la cabeza, después otra y otra y otra, más rápido de lo que pude contar. Para protegerse ella puso sus brazos al frente de su cara. El golpe final fue un puño cerca del estómago. Al comienzo ella se inclinó hacia adelante, después cayó en sus rodillas y, por último, cayó al suelo.
Su esposo no paraba de gritar y sentí instintivamente que no estaba en su sano juicio. Me sentía mal, algo así no lo había visto jamás. La violencia contra las mujeres era un tema hasta el momento desconocido. Sin poder comprenderlo miré a mi hermana y le grité a su esposo que debía parar. Pero eso pareció que lo incitó más, se puso sobre mi hermana, maldijo y la pisó. Mi hermana no se movió más. Mis gritos fueron cada vez más altos, mi desesperación aún mayor.

Me dirigí hacia él y le dije: “¡pare! ¡pare! ¡ahora mismo!”. Intente distraerlo de mi hermana. Él se volteó, se dirigió a mí y dijo que me debía mantener afuera de la situación y desaparecer de ahí. En ese momento apareció un hombre. Él se dio cuenta rápidamente de la situación, agarró al agresor y lo empujó a su coche. De repente llegaron otras personas y se ocuparon finalmente de mi hermana. Solo cuando se tranquilizó la situación alguien se fijó en mi y me envió con una frase enérgica: “¡nada de esto es para ti! …a casa”. Como si no hubiera llegado ya a esa conclusión por mi propia cuenta…
Con el corazón palpitante – y con una sensación de sordera – me fui a casa. Nadie estaba allí para cuidar de mí. Y con mi ropa aún puesta me acosté en mi cama y – como hoy sé que es típico de un trauma – caí en un sueño muy profundo, muy largo y lleno de sueños. Días después me enteré a fragmentos por las conversaciones de los adultos, que mi hermana estuvo desmayada y su esposo se quedó “en blanco” por el alcohol. Ahora me doy cuenta: fui la única testigo de este acto, en mi opinión, tan grave.

Mi hermana maltratada decidió – para mi incomprensible – perdonar a su marido. Mis padres se mantuvieron alejados de toda la situación. No se volvió a hablar sobre eso. Me quedé sola con todo aquello que había visto, sentido y vivido. En algún momento se convirtió en un recuerdo malo que desvaneció muy despacio. Sólo en mis sueños se repetía continuamente la situación. Miedo a la violencia inesperada y compasión por mi hermana mezclada con enojo por no haberse defendido me acompañaron hasta la edad adulta.

Aún peor a esto fue mi soledad dentro de la familia. A nadie le importó cómo estaba yo. Ninguno preguntó. Y justo fue eso en lo que tuve que trabajar: la negligencia de los padres acompañada con indiferencia.

Lo que me ayudó en la práctica:

Tres cosas me ayudaron a superar el trauma.

a) Lo primero que fue muy importante para mi fue hablar con una persona experimentada. Para ese tiempo ya estaba casada y preparada para trabajar con el trauma. Fueron conversaciones largas y curativas sobre la codependencia, los secretos de las familias y la negligencia. Mi secreto salió a la luz. Pude compartirlo y después no me sentí tan sola con eso. Por primera vez pude decir: “el matrimonio de mi hermana no es mi problema. Ella debe y puede resolverlo por su propia cuenta”.

b) Lo segundo fue distancia espacial de mi familia, sin romper el contacto definitivamente. Para salir de esa serie de patrones de conductas destructivas que reinaban en mi familia de origen, necesitaba suficiente distancia. Me mudé a otro estado. La distancia me ayudó a ver a mi familia de origen objetivamente. Cuando iba de visita a casa y caía en un remolino de expectativas, secretos y malicias inapropiadas pude con el paso de los años hacer frente a eso.

c) Lo tercero fue/es: relaciones buenas de soporte que acompañan mi vida por décadas. Son personas que me aman, en las que confío y con las que me siento segura. En estas personas invertí mucho tiempo, energía, dinero y sinceridad. Estos amigos definidos, cuyos nombres se encuentran en mi agenda y en mis notas personales, tienen una prioridad muy alta. Junto a mi propia familia, con la que vivo felizmente.

Lo que me ayudó espiritualmente

a) Visto de una manera espiritual lo que me ayudó fue mi fe en Jesús. Él es el acompañante de mi vida. A él escucho cuando leo sus palabras en los evangelios. El sermón del monte es un texto que leo continuamente. Y confío plenamente que todo lo que él dice me hace bien y me ayuda en mi vida. Y en Dios, el padre, pongo mi confianza pues llenó un vacío doloroso en mi alma. Cuando en oración pongo mis miedos, dudas o recuerdos vuelve la paz a mi corazón, luz a mi alma y puedo volver a ver un paso más en la vida. Tal vez suene banal, pero cuando la oscuridad intenta llegar a mi corazón y lo pasado vuelve a poner triste a mi corazón, estas son cosas que me sacan de eso. Las palabras que dice Jesús y la oración son formas como me desahogo. Entre más leo lo que dice Jesús más me familiarizo con sus palabras y sus pensamientos. Estos se convierten en una parte de mis pensamientos, en sus palabras me siento como en casa.

b) Hay una cosa que me toca y es la forma en como Jesús trata a las mujeres. Él las trata a la misma altura, les comparte sus pensamientos y se presenta como un protector ante aquellas que están amenazas por malos tratos de hombres. El acontecimiento que más me impresiona está en Juan 8: 1-11. Ahí Jesús protege a una mujer que está a punto de ser víctima de una pedrea y no la juzga. Eso me toca lo más profundo de mi corazón.

c) Me hizo falta en la infancia un hogar seguro en el que pudiera sacar raíces para poder ser segura en la vida. Por eso ahora me ayuda eso que me faltó de niña: la seguridad en confianza. Aunque soy una persona que busca lo emocionante y nuevo en la vida, necesito más que nada algo de confianza. Por eso me busco por mí misma esa confianza permanente. Tengo desde hace 30 años un pequeño ritual para empezar el día. Me levanto, me pongo el mismo suéter desde hace años, recojo un (¡buen!) periódico del buzón, me hago un litro de café de filtro y leo con toda la tranquilidad – siempre en el mismo lugar – las noticias del día.
Cuando un libro tiene muy buen contenido puedo volver a leer por años siempre los mismos pasajes, una y otra vez. Hasta que los pensamientos me sean familiares.

En una esquina de la casa que solo me pertenece a mí, cuelgan desde hace décadas, las fotos de las personas por las que tengo aprecio.
Al frente de la puerta de la casa hay un objeto que significa mucho para mí por ciertas razones, que irían demasiado lejos aquí. Este objeto me da seguridad por la familiaridad, pues la historia que tiene que ver con el objeto es muy importante en mi vida.
Por 18 años repito todos los años el mismo viaje con los mismos amigos. Esta familiaridad le sienta bien a mi alma. Ahí recargo.
Me gusta hacer la misma tarta una y otra vez para los amigos de la familia – eso me da una sensación de estar en casa –. Podría seguir con esta lista, pero lo que quiero decir es que procuro establecer un polo opuesto.
Y también está ahí mi esposo que con mucha amabilidad, constancia y paciencia vive conmigo (y yo con él), pero eso sería otra historia para contar…

Traducción: Diana Janke

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